Ya está la tercera temporada de ‘Soy Georgina’ en Netflix. He visto los dos primeros capítulos, medio del tercero y el último lo he pasado a cámara rápida o como se diga. En el quinto sale Sebastián Yatra pero paso porque en varios momentos me he preguntado “por qué estoy perdiendo el tiempo con esta idiotez”. Y el caso es que lo he perdido, lo reconozco. No del todo, que lo sepan los de Netflix. No pienso ver los capítulos que me quedan. Porque mientras veía el reality tuve la sensación de que los mandamases pensaban: “Da igual, emitamos lo que emitamos te van a seguir viendo. Porque la gente te sigue, Georgina, y hagas lo que hagas siempre van a estar ahí”. Y no, cariño, no. Que no te engañen. ‘Soy Georgina’ no es un reality. Es un catálogo. Caro. Ordinario, vulgar y hasta obsceno. Pero un catálogo.
Aspira a lujoso pero se queda en chabacano. Para empezar no se entiende que una pareja tan adinerada se traslade a un país tan anodino como Arabia Saudí solo por pasta. Todo lo que muestran es puro bajonazo: el desierto, las edificaciones, tanto tío metido en los estadios, la iluminación de sala de autopsias donde se celebran los partidos. Las casas. ¡Ay, las casas! Muertas. Sin un ápice de vida. Garajes con piscina y estanterías en amplios salones. Georgina y su maquillador se pasan una eternidad frente a una piedra del recibidor que, según ella, tiene el rostro de Satanás. Y el maquillador asiente como quien le da la razón a una abuela pesada porque esa es otra: Georgina siempre tiene a su alrededor a una persona que le dore la píldora. “Qué guapa estás”, “Qué bien desfilas” (¡Ay!, ese “tumbao” al caminar)” o “Qué graciosa eres”. No. No lo es. Es una mujer aburrida. Insustancial.
El enigma Cristiano
Ya escribí en su día que me recordaba a la María Luisa Ponte de ‘La Colmena’. Todavía más en este reality, en el que invoca continuamente al manto divino del Señor y hace uso de una libretita para apuntar los trabajos cobrados. Me apena esta tercera temporada del reality. Porque la primera tuvo cierto no sé qué. La segunda me la tragué aunque con dificultades. Y en la tercera estamos a un tris de cogerle una manía tremenda a esta muchacha que es puro sopor. No ayuda que en el reality aparezca de vez en cuando Cristiano y su sonrisa de teleñeco. Cristiano y su moreno pasado de moda. Cristiano haciéndose el guay. En definitiva, Cristiano Ronaldo en persona.
A todo esto: ¿quién es en realidad Cristiano Ronaldo? Probablemente ni él mismo lo sepa. Alguien con una biografía tan imponente deja en ‘Soy Georgina’ la misma huella que un vaso de agua. Algo está fallando. En realidad no estoy escribiendo contra Georgina Rodríguez. Estoy escribiendo contra mí mismo. Por ser tan imbécil de empezar la tercera temporada del reality habiendo visto las dos primeras. Por no prender fuego a mi televisor después de asistir al incesante desfile de productos de lujo que aparecen sin sentido alguno en el programa.
Por darle minutos a Georgina pensando que tenía algo cuando es tan premeditadamente aséptica como las casas de las que presume. Tampoco pretendo yo escuchar a Clara Campoamor pero ese exacerbado ejercicio de autocomplacencia unido a una clamorosa ausencia de autocrítica o mínima duda convierte el producto en algo que provoca rechazo. Georgina es una máquina de hacer dinero y no le importa arrasar con lo que sea para lograr su cometido. La intimidad de sus hijos, por ejemplo. Curiosidad: Paul Marciano, diseñador de Guess, se rinde ante ella por- que ha parido muchos. Marciano viene a decir que la familia es muy importante para el grupo. ¿La hubiera contratado si Georgina fuera una universitaria soltera y sin descendencia?
Todo en el programa está excesivamente supeditado a ella y a sus circunstancias, de ahí que todo acabe girando en torno al vacío y apestando a mediocridad. Sale mucho su representante, Ramón Jordana, que quiere ser más Georgina que la propia Rodríguez. Es el villano que todo programa necesita. Tiene un alto concepto de sí mismo y se piensa que tiene gracia. Creo que Georgina lo saca tanto para que no la opaque. Se equivoca. Rodearse de seres sin luz propia no hacen que brilles más sino que afloren más tus carencias. El maquillador y el peluquero, que en otra temporada tuvieron vida, son aquí meras figuritas que se diluyen entre los millones de granos de arena que conforman el desierto de Arabia Saudí. Como la mismísima Bad Gyal, a la que sacan almorzando con Georgina y su equipo en el suntuoso salón de una habitación de un no menos suntuoso hotel parisino después de unos desfiles. Lo que podría ser una escena alocada se convierte en un salón de té en el que dos chicas jovencísimas –Georgina y Bad Gyal– transmutan en dos ancianas aburridas que parece que están deseando que aparezca la parca para huir de una reunión en la que ninguna de las dos quiere estar.
La energía de Marisol
Pienso en ese absurdo encuentro y se me viene a la cabeza el que mantuve con Marisol en ‘El diario de Jorge’. A sus ochenta años era toda energía. Puso el plató boca abajo cuando contó que descubrió el clítoris a los veinticuatro años y que a partir de ahí suya fue la vida. Fueron inteligentes ella y su marido porque tomaron la determinación de ir a un profesional después de que Marisol no encontrara nunca el placer que decían que daba el sexo. Creo que a Georgina le vendría muy bien una conversación con Marisol, espontánea y dicharachera como ella sola. Porque después de tres temporadas ha llegado ya el momento de que alguien le diga a Georgina que su fuerte no es hablar frente a una cámara. A pesar de todo, me cae bien. Intuyo que ha metido demasiada mano en la edición del reality y que no se ha dejado dirigir. El resultado salta a la vista.
Artículo original en Lecturas.