Domingo caluroso de verano. A las once del mediodía, recibo el mensaje: «El marido de Paz murió anoche» y me quedo en shock. Inmediatamente vienen a mi memoria las imágenes de su boda, esas declaraciones de Paz en las que se refería a su marido como el amor de su vida. Paz era la viva estampa de una mujer enamorada. La última vez que la vi fue en un pasillo de Mediaset: ella acababa de presentar ‘Sálvame’ y yo estaba a punto de empezar ‘La casa Fuerte’.
Falta una semana para que me vaya de vacaciones y, como es habitual, el cuerpo comienza a resentirse. No falla: atisba el descanso, parece que se relaja en exceso, y empiezan a aflorar dolores que jamás han hecho acto de presencia durante la época de trabajo. Creo que no tengo fuerzas ni para tener rabia, y las pocas que me quedan tengo que utilizarlas para las horas de plató que tengo por delante.
Cuando empezó el confinamiento y parecía que la cosa iba para dos semanas, se comenzaron a elaborar épicas teorías sobre lo que podría aportarnos el encierro. Yo fui de los que pensaba que nos haría más fuertes, más sabios, más generosos, más solidarios. Desde luego, no ha sido mi caso. Salgo de toda esta historia mucho menos tolerante. Más firme en mis convicciones y poco dado a escuchar porque el debate que se genera me parece poco atractivo, antiguo, obsoleto. Por no decir carca.
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