Veo a Isabel Pantoja llegar a Buenos Aires vestida de riguroso luto, medias incluidas. Reconozco que me da un poco de miedo verla así, tan de negro, tan ancestral, tan atávica. Yo creo que ni en la época de Lorca las que llevaban luto eran tan estrictas, pero es que a cumplida Pantoja es la más. Hablo con su hija en un descanso del Deluxe y le digo que me da mucha pena verla en ese estado. Echo de menos a esa Pantoja desafiante que se paseaba por las calles de España con el porte de una emperatriz, regalando sentencias fantásticas y gestos majestuosos. Esperemos que su vuelta a los escenarios le den un chute de alegría y vuelva esa Pantoja que nos enamora por lo hiperbólica. Ahora la vemos tan pequeñita vestidita de negro que solo dan ganas de comprarle unas zapatillas de felpa para que no coja frío en los pies. Tampoco ayuda que esté permanentemente a su lado su hermano Agustín, que no tiene pinta de ser la persona más divertida del mundo. O Celeste, una fan que hace las veces de muro de contención para que ningún elemento extraño pueda perturbar la dramática paz de nuestra folklórica más eterna. Como habréis comprobado, no he escrito sobre el rey emérito. No vale la pena. La alegría que a muchos ha provocado su presencia en España nos describe moralmente como país. Y no precisamente para bien.
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