Escribo el sábado por la mañana desde un avión que me está llevando a Ibiza. Lo que son las cosas: ayer vieron ‘Cantora: la herencia envenenada’ millones de personas. Hoy actuaré para ciento veinte, que es el aforo máximo permitido en el teatro en el que representaré ‘Desmontando a Séneca’. Me hace feliz pasar del vértigo de la televisión a la intimidad del teatro. Después de lo vivido ayer, necesito coger aire, tomar distancia, valorar lo que ha sucedido.
Cuando se apagaron las luces del plató esperé a que Kiko atendiera a unos compañeros, me acerqué a él y me ofrecí para ayudarle en lo que yo pudiera. Me lo agradeció. Acto seguido, me miró a los ojos y me preguntó: «¿Crees que me llamará?». Fui incapaz de decirle lo que pensaba: que no, que no le iba a llamar porque Isabel Pantoja estará pensando otra vez que el mundo se ha confabulado contra ella para sacar audiencia, para ganar dinero.
Esas cosas no se hacen por dinero. Se hacen por cansancio, por agotamiento; por la necesidad de ser escuchado, comprendido; por la necesidad de ser querido, incluso. La travesía de Kiko no ha hecho más que empezar. Se adivina tan terrible como convulsa porque, a partir de ahora, Kiko Rivera no va a dejar de recibir informaciones acerca de conductas de la madre. Se lo dije a Kiko varias veces durante las publicidades: «Por favor, protégete. Acude a psicólogos. Ármate emocionalmente porque lo más complicado está por llegar». Kiko ha quitado el tapón de la bañera y comienza por fin a correr un agua que lleva estancada lustros.
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