Querida Isabel: ayer me probé el smoking de la boda de tu hija. Chica, me queda espléndido. Fíjate que cada vez que me invitan a una boda siento que me clavan una daga florentina en mi pimpante corazón pero sin embargo me hace mucha ilusión ir a la de tu hija. Creo que es por mi egocentrismo. Porque voy a tener un papel destacado, no voy a formar parte del decorado. Salgo pocas veces pero cuando lo hago, pues hija, que se note. La primera –y última vez– que llevé a una novia al altar fue a mi hermana Ana. Que tampoco fue a un altar porque se casó en el ayuntamiento de Barcelona y a mí me dio tanta vergüenza que a la pobre la hice ir al trote, casi al galope. No sé si me lo ha llegado a perdonar, ella que iba tan ufana con su precioso vestido.
Pero en esta ocasión será distinto. Tengo más años y más seguridades. Y voy a obligar a tu hija a que ensayemos el caminito para que la jugada nos salga redonda. El amor por el ensayo lo he aprendido en el teatro. Porque la vida, tú y yo lo sabemos, querida Isabel, no es más que puro teatro.
“Tu hija te protege”
A mí se me hace raro estar hablando de casar a tu hija y saber que no te voy a ver ese día. Porque si voy yo, no vas tú y si vas tú, no voy yo, aunque según parece tú no pensabas ir de ninguna de las maneras, fuera o no fuese yo. Mira, yo ahí ya ni entro ni salgo. Como dijo tu hija en ‘Cuentos Chinos’, aquí no se trata de que una persona sea la buena y otra la mala. El maniqueísmo ya no se estila, eso es propio de mentes mediocres y escasamente preparadas. Yo solo puedo certificar que en el programa tu hija hizo auténticos equilibrios emocionales para que tu imagen no quedara dañada después de que tu asistencia a su boda quedara más que en el aire.
“Mi mensaje a Isa”
El día que tu hija estuvo en ‘Cuentos Chinos’ hice público un mensaje que le envié un sábado por la mañana, justo después de enterarme de que en el Deluxe del día anterior confesara que sería un honor que yo fuese su padrino de boda. Transcribo el mensaje: “Isa!! Estoy en Creta. Me acabo de levantar –aquí es una hora más– y he visto lo que dijiste en el Deluxe. Por supuesto que acepto, para mí también sería un honor. Pero si por alguna razón te reconcilias con tu hermano, que podría suceder porque es una boda y es un día especial, no tengas ningún reparo en decírmelo. Yo acepto, por supuesto que sí, pero si de aquí a septiembre cambias de opinión por la razón que sea, no me voy a molestar. A mí me tienes seguro. Cuenta conmigo como siempre has contado. Y si eso va a suponer un problema con tu madre también lo entenderé”.
Cara a cara
Durante estos días he pensado, Isabel, que me gustaría hablar contigo. Los dos solos, sin nadie alrededor. En mi casa, tirados en el sofá. Tú fumando con un refresco de cola y yo con otro, que hace tiempo que no bebo. Y me gustaría contarte, Isabel, que desde que no bebo la gente me aburre bastante. Que antes aguantaba más los rollos de las personas porque tenía la mente anestesiada, pero ahora que vivo sobrio el común de los mortales me produce sopor. Te diría que entiendo cuando dices que te gusta estar en Cantora porque a mí me cuesta cada vez más salir de casa. Habrá gente que dirá que somos “raros”. Y sí, supongo que tendrán razón. Pero cuando veo las caras y los comportamientos de las gentes que así nos describen prefiero seguir siendo “raro” y no formar parte de esa ingente masa gris de “normalidad”. Ahora bien, como te digo una cosa te digo la otra: tenemos que obligarnos a salir. Porque hay gente aburrida hasta decir basta, sí. Mucha. Pero de repente aparece otra que te hace sonreír y seguir confiando en las sorpresas. Como escribía Carmen Martín Gaite en ‘Nubosidad variable’: “La sorpresa es una liebre y los que salen de caza nunca la verán dormir en el erial”.
Hay que salir, Isabel. Hay que salir aunque nos cueste la propia vida y nos atrape el salón de nuestra respectiva Cantora. Porque como decidamos no darle más oportunidades al día a día, apaga y vámonos. Acabo de escribir, Isabel, que me gustaría charlar contigo. Hubo una época que tuvimos complicidad. Que pasábamos horas al teléfono. Que nos reíamos. Hubo una época, también, en la que nos llevábamos a matar. Y que libramos una guerra sin cuartel que, hora es ya de reconocerlo, nos mantenía muy vivos. Despiertos. Preparando estrategias y desarrollando ataques. La guerra nos hacía sentir jóvenes. Nos mantenía entretenidos y nos evitaba caer en la destructora rutina de la cotidianidad. Ahora somos dos almas erráticas heridas y vividas que recuerdan con una sonrisa, quizás con nostalgia también, batallas ya enterradas. Tú en tu casa y yo en la mía. Tú con tu hermano y yo con mi ex, que es la persona que mejor me conoce. Entiendo la dependencia hacia tu hermano. Es muy cómodo vivir con la persona que te conoce en pijama y no te juzga. Encontrar a alguien con quien compartir tus desnudeces emocionales es uno de los secretos de la estabilidad.
“Te echará de menos”
Yo creo que lo nuestro ya no tiene vuelta atrás, Isabel. O sí, qué se yo. Ahora bien: creo que todavía nos queda una última conversación pendiente, una última –o penúltima– traca final de risas y algún leve reproche. Ahí lo dejo. Lo que todavía tiene solución es la asistencia a la boda de tu hija. Ojalá vayas. Porque a lo mejor, dentro de unos días, o meses, o años, piensas que ojalá hubieras ido.
Y quizás ese pensamiento te provoque dolor, tristeza, pena. Y hoy estás a tiempo de evitarlo. Te conozco un poco. Más de lo que tú te crees y menos de lo que yo pienso. Y estoy convencido de que esta situación te está provocando dolor. Y muchos lloros. Y por eso me gustaría poder charlar contigo: para romper ese muro de cristal que te impide tomar la decisión de ir. De levantarte, pegar un zapatazo, llamar a todo el ejército que compone tu equipo de estilismo y decirles: “A trabajar. ¿Acaso alguien se había creído que la Pantoja se iba a perder la boda de su hija?”. Ojalá suceda. Y si decides no ir, quiero que sepas que voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que tu hija tenga un recuerdo imborrable del día de su boda. Pero que sepas también que si no vas te va a echar mucho de menos. Y yo, también.
Artículo original en Lecturas.