En el Benidorm brasileño
Nunca me maquillo para mi vida cotidiana pero sí para trabajar, que es algo que no puede decir cualquier hombre.
Estoy tan hecho a verme maquillado que cuando voy de paisano me veo mala cara. Uno de los lujos que me permito en el teatro es llevar a Alberto Dugarte, que me maquilla y me peina en cada función. Me gusta estar a solas con él y con Pedro, el maravilloso sastre de ‘Grandes Éxitos’, media hora antes de que se levante el telón. Alberto me atusa, Pedro me viste y yo me relajo. También me gusta salir al escenario ‘bien producido’ —me encanta esa expresión— porque lo considero una señal de respeto al público que viene a verme. Y además porque me he dado cuenta de que el maquillaje me ayuda a disimular mi timidez. Es una máscara que se interpone entre el público y yo que me ayuda a hacer cosas que a pelo me resultarían más complicadas de llevar a cabo.
Hago todas estas reflexiones mientras estoy corriendo en una cinta en el gimnasio de un hotel de Recife (Brasil). No debería haber parado en esta ciudad, pero por motivos ajenos a mi voluntad paso en ella tres días, incluida la Nochevieja. Para que os hagáis una idea: Recife es el Benidorm español, lo que me pone muy cachondo porque Benidorm me chifla. He ido varias veces y siempre me lo he pasado bomba pero desde hace algunos años ya no piso sus playas por mi popularidad. Lo que escribía antes:
mi timidez me impide estar en una playa en la que me pueda saludar gente. Me siento desnudo hablando en bañador con desconocidos. Sí, ya sé que muchos dirán que estoy harto de despelotarme en Instagram, pero no es lo mismo. Elijo yo el momento y quién me hace la foto, por ejemplo.
Gozo con cosas normales
Todo eso que no puedo hacer en Benidorm por culpa de mi popularidad lo he hecho a mis anchas en Recife. Y lo he disfrutado.
Antes de desayunar en el hotel tenía que cruzar la carretera y reservar silla en la playa porque si no corría el riesgo de quedarme sin trocito donde tomar el sol. He disfrutado rodeado de desconocidos que bebían cervezas, tenían la música a toda pastilla y hablaban con un volumen ensordecedor. Y me hacía gracia tener que hacer cola en el desayuno para prepararme un café o pelearme por el mejor trozo de melón.
He gozado con cosas normales, con la cotidianidad.
A pecho descubierto
Sábado por la noche. Las vacaciones están tocando a su fin. Llevamos desde el martes en bañador y chanclas en Fernando de Noronha. Sí, ya sé que en España eso es una ordinariez pero
aquí me he sentido tan libre que una mañana se me olvidó la camiseta en la playa y almorcé en un restaurante a pecho descubierto. No era el único. Es más, ese era el atuendo habitual.
Salgo una noche y me encuentro con Eliad Cohen, mi Eliad. Está tan guapo y tan simpático como siempre.
Sólo salgo una noche porque al día siguiente me despierto cansado y no me compensa. Así que, como a obsesivo no me gana nadie, me acuesto a las ocho y media de la tarde para ser, a las siete de la mañana, el primero en desayunar.
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