Me pasé el sábado entero tirado en el sofá viendo ‘Fiesta’. Hubo un momento, ya bien entrada la tarde, que alguien me preguntó: “¿Nos cansaremos en algún momento de lo de Ana Obregón?”. Me lo preguntaba sin doble sentido, por saber, como cuando un neófito pregunta a un erudito —en este caso yo— sobre alguna cuestión por el mero hecho de ampliar sus conocimientos. Y yo le contesté todo serio, mirándole a los ojos, como solo los eruditos contestan a este tipo de preguntas: “Sí. Nos cansaremos. Pero todavía no ha llegado el momento”.
Ana Obregón nunca ha sido uno de mis personajes preferidos. Le reconozco, eso sí, una capacidad de trabajo incuestionable y una profesionalidad indiscutible. Pero sus avatares emocionales me han traído siempre bastante al fresco. Quizás porque siempre detectaba en ellos poco calado, escasa profundidad. Se echaba novios con facilidad, parecía que se enamoraba más o menos, pero cuando la relación se iba al traste le faltaba tiempo para salir en una portada la mar de sonriente contando con todo lujo de detalles lo mal que lo estaba pasando. Y yo es que nunca lograba empatizar con ese dolor tan bien empaquetado como un lujoso regalo de Navidad. Porque yo siempre he asociado el dolor a la oscuridad y ella lograba transformar una pena amorosa en la más luminosa de las verbenas parisinas. El caso es que nunca me la he creído, he ahí el problema. Ha confundido la vida con un plató de televisión y al final, en su caso, es difícil adivinar cuándo se apagan las luces y empieza la verdad. Quizás porque la verdad no exista.
Madre y abuela
Sucede lo mismo ahora que se ha convertido en madre a unas horas y abuela en otras y esta ayudándose de justificaciones inexistentes para llevar a cabo el más comprensible de los actos humanos: mitigar un dolor insufrible. No hay que ser padre para entender que perder a un hijo es el mayor palo que puedes sufrir en la vida. Frente a este hecho indiscutible no cabe discusión alguna. A partir de ahí, también podemos llegar a entender que la persona que haya pasado por semejante trance tome decisiones difíciles de comprender para los que le rodean. Habría sido mucho más sencillo que Ana nos dijera que ha sido madre porque era la única manera que encontraba para seguir viva. Pero ella, que nos ha hecho partícipes de cualquier acontecimiento de su existencia con música y hasta efectos especiales, ha sido incapaz de ser discreta por una sola vez en su vida. No solo por ella, que también, sino por todos aquellos que siguen sufriendo por la pérdida prematura de Aless Lequio. Llegados a este punto, a la suma de dudas que van acumulando todas y cada una de sus últimas acciones se le une, por encima de todo, un grandísimo reproche: un aplastante egoísmo aderezado con insoportables dosis de exhibicionismo. Como ha sucedido a lo largo de toda su trayectoria, su dolor ha pasado a un segundo plano: lo importante ahora es salir mona en las revistas y que la gente no se olvide de que existe. El sábado, en ‘Fiesta’, poco se hablaba ya de la niña. El tema de conversación era el libro que se va a publicar con veinte páginas de Aless Lequio y trescientas de Ana Obregón. La niña pasaba a un segundo plano y el libro ocupó el grueso de la tertulia. La voracidad informativa manda. Ana marca sus tiempos. Ha vuelto al primer plano de la actualidad y sabe exactamente qué tiene que hacer para que no la desbanque nadie del primerísimo primer plano.
El servilismo de siempre
Con el tema de Ana hay personas que aparecen en los distintos canales de televisión –no me atrevo a llamarles comentaristas o tertulianos– que activan el botafumeiro cuando se pronuncia su nombre. A toda pastilla, además. Da igual lo que haga o diga en redes la ‘starlette’. Todo es aceptable, comprensible, todo es incluso tan emocionante que provoca casi una furtiva lágrima. No os dejéis engañar. Cuando salen del plató aprovechan para decir lo que verdaderamente piensan, pero con las luces encendidas de los focos se transforman en lacayos con el único propósito de que Ana les regale alguna migaja de información en forma de whatsapp. Tal es el nivel de servilismo que un simple emoticono les servirá para explicar con maneras tan afectadas que la Obregón se ha puesto en contacto con ellos y que si patatín o patatán. Como siempre sucede, la televisión como reflejo de hacia dónde se encamina nuestra sociedad: hacia la proliferación de la gente de bien y el exterminio de ese espíritu crítico que favorezca la diversidad, la reflexión. Todos cogidos de la mano, hacia una España unida como antaño. Ahora bien: de qué manera decaen las encendidas defensas que cacarea el entorno de Ana cuando se apagan los micrófonos. Entonces afloran murmuraciones e hipocresía. Lo de siempre. Esa España meliflua que destila sonrisas impostadas en público pero que vomita maldades tras los visillos.
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