Valencia, diez de la mañana del sábado. Escribo desde la cama del hotel después de haber desayunado con mi madre y mis hermanas. Qué bien se está en esta ciudad. Tiene un rollo muy especial, una vitalidad que saca la mejor versión de ti mismo, que diría un ‘influencer’. El pulso de una ciudad se mide mucho por el ánimo con el que la gente va al teatro. El público valenciano acude con ganas de disfrutar, así que el trabajo sobre el escenario luce mucho más. Uno da y, si recibe, devuelve esa energía multiplicada. Hay públicos que te absorben la energía y te dejan exhausto. En Valencia eso no sucede nunca, por eso todos queremos volver siempre. Y porque la ciudad está preciosa y tiene un aire canalla que me encanta. El Mediterráneo, que me tira mucho. Valencia conecta con mi parte más sensual y, en esta época del año en la que estoy particularmente lacio, hace que reviva mi lado más inquieto y perverso. Esto no se lo digo a mi familia porque tampoco quiero yo compartir mi lado más oscuro. Empezarían a preguntar y no quiero explayarme con ellas hablando de estas cosas. En este viaje hemos aprovechado para hablar de nosotros, que nunca lo hacemos. Yo he aprovechado para contarles una decepción muy grande que he tenido y ellas me han animado de una manera tan sencilla como práctica. Y me ha servido, fíjate.
Lo mejor para restarle trascendencia a los problemas es compartirlos con gente que no tiene nada que ver con ellos. Te dan otra visión y te ayudan a enfrentarte a ellos sin ofuscarte. Creo que estamos ya en una edad que debemos admitir pocas tonterías. Mi madre tiene 81, yo 51 y mis hermanas son mayores que yo. Quiero decir que toca aprovechar el tiempo y aceptarnos cada uno como somos. Y disfrutarnos.
Para ellas seguiré siendo el pequeño, y una vez que decido no rebelarme ante la situación la gozo. Dicen que tengo el mismo pronto que mi padre y tienen razón, pero con los años lo he ido domesticando. Antes me cogía unos rebotes en la tele casi paranormales y ahora, gracias a Séneca, soy todo un estoico. Tanto que incluso no rebato los argumentos acerca de las dietas que se manejan en mi familia. Ahí va uno de ellos.
Ana, mi hermana mayor, duda en el desayuno entre comerse un cruasán o no comérselo. Y mi madre le aconseja que se lo coma porque de lo contrario le engordarán las ganas. “Engordas igual si te lo comes o no”, dice mi madre. Y ninguno osamos rebatir tal argumento porque hemos crecido con esa idea metida en la cabeza. Entonces mi hermana se levanta y coge un cruasán, mantequilla y mermelada. Así que al final del desayuno mi hermana habrá adelgazado, según la receta de mi madre, como medio kilo.
Luego en el almuerzo hablamos de los cuerpos. Mi hermana Ana se queja de las bolas de grasa que le han salido debajo de los brazos. “¿Me dejas contarlo en el blog?”, le pregunto. La noto mohína, así que intento convencerla contándole que igual una clínica le paga la operación. “Entonces pon que yo tengo juanetes y dedos martillo”, me ordena mi madre mientras se toma una aceituna. Pues ¡ea! Aquí queda todo escrito.
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