El domingo convocamos un almuerzo familiar en Barcelona. Se une mi sobrino, que vive en Bruselas y llegó ayer para pasar las navidades en casa. Le suplico que me deje hacerme una foto con él y publicarla en el blog porque esta semana voy algo escaso de material y así aprovecharía para contar el viaje que hicimos a Tailandia cuando él tenía 18 años y a mí me quedaba poco para los cuarenta. Recuerdo que años atrás ya le pedí permiso para hacerlo y su respuesta fue que ni se me ocurriera porque le aterraba que su anonimato se viera mínimamente alterado. Pero el domingo accedió a lo de la foto y a que escribiera sobre el viaje. Hacerse mayor y bajar la guardia es todo uno. Así que allá voy.
Un viaje iniciático
Ambos recordamos el viaje con muchísimo cariño. Cada vez que nos vemos hacemos alguna alusión al tema. Yo estaba presentando ‘Aquí hay tom te’ y él acababa de cumplir los 18. Un verano no tenía plan y le dije: “Vámonos a Tailandia”. Y saqué dos billetes de ida y vuelta a Bangkok. Era un viaje que tenía su dosis de peligro: pese a los lazos de sangre –me pone los pelos de punta esta expresión– éramos en realidad dos extraños porque habíamos pasado muy poco tiempo juntos. Yo me trasladé a Madrid cuando él tendría unos diez años y desde entonces nuestra relación empezó a ser bastante intermitente. Pero todo salió como la seda.
Recorrimos el país durante un mes, diseñando el viaje a nuestro antojo, conociéndonos un poco más. No voy a profundizar mucho –aunque ganas no me faltan– pero él vivió en Tailandia una experiencia preciosa. El último día, en el aeropuerto de Bangkok, cuando ya nos disponíamos a coger el avión que nos traería de vuelta a casa, me dijo muy convencido: “Hemos quedado en que volvería el año que viene y visitaríamos juntos los templos de Angkor en Camboya”. Yo sabía que era bastante probable que ese viaje jamás se llegara a producir. Que el tiempo, que a veces todo lo puede y lo olvida, sepultaría ese romance. Pero no quise convertirme en un chungo aguafiestas y le contesté con estudiada sinceridad: “Qué buena idea”
Siempre que pienso en esa noche en el aeropuerto de Bankgok me siento muy orgulloso de mí mismo. Qué persona tan triste habría sido si le hubiese dicho entonces: “Oye, olvídate. Lo que sientes ahora se te va a pasar. A ti o a ella. Y no os vais a volver a ver nunca más porque vivís muy lejos y, como dice el bolero, la distancia es el olvido”. Pero no lo hice. Y pasados los cincuenta me encanta fantasear con eso de hacer planes a largo plazo con una persona que conoces una noche cualquiera. No soporto los “te lo dije”.
Volver a casa
Durante el almuerzo familiar cuento que llegué la noche anterior y me alojé en un hotel porque quería darme una vuelta por Barcelona. Entonces mi sobrino me mira, se ríe y me dice: “Sí, claro. Una vuelta. Ayer hubo ‘guarreo que te veo”. Y me descojoné, claro. Y mi sobrina se unió a las risas preguntándome si es que había ido a ver las luces navideñas. Y mi madre apuntó que a ver si yo me pensaba que ella era tonta, que así como yo preguntaba tanto también podían preguntar ellos. Pero me mantuve en mis trece y sostuve que quería pasear. Y punto. De ahí no me sacó nadie.
Al aeropuerto me llevan mi sobrina y su marido. Y me preguntan por qué parte de Barcelona me gustaría vivir. “¿Volverías aquí otra vez?”, quiere saber ella. Y le contesto que creo que sí. Hoy se me ha hecho cortísimo el almuerzo familiar. Y si viviera aquí hubiéramos continuado la reunión en mi casa y no tendría que haberme despedido otra vez de mi madre. Y quizás iría a dormir más veces a Badalona y podría estrenar el edredón que acaba de comprar para mi habitación. Turbulencias en el vuelo. Así tengo yo ahora mismo mi alma, botando de un lado a otro de mi cuerpo.
Yo, con Lalachus
Lalachus será la encargada este año de dar las campanadas en TVE. Lo siento por Cristina Pedroche pero me produce más curiosidad saber qué se pondrá Lalachus. Da gloria verla trabajar en la tele porque lo hace con el mejor de los ánimos: como si fuera un juego. Se nota que se lo curra, que sabe muy bien lo que quiere hacer y cómo lo quiere hacer. Su éxito irradia constancia, perseverancia y buen humor. Una receta infalible.
Quiero ver cómo se viste porque entiendo que se está enfrentando a este reto con la misma ilusión que un niño vive la noche de Reyes. Y eso traspasa la batería y hace al espectador cómplice de ese subidón. Lalachus no se juega nada con la ropa pero a la vez hay ganas de verla resplandeciente porque muchos vamos a ser ella esa noche. Ver a una mujer con un cuerpo no normativo dar las Campanadas en TVE me parece un avance importantísimo.
Que suene tan rompedor y transgresor es muy significativo: como sociedad todavía nos queda mucho camino que recorrer. Ella puede atreverse con todo porque todo lo convierte en material que llevar a su terreno: el de una profesional que encandila. Sus enemigos lo tienen muy malamente, que diría Rosalia. Tiene pinta de saber transformar cualquier crítica hiriente en material escénico delicioso. El vestido de Cristina, sin embargo, se ha convertido en un suplicio para la presentadora. Sufre ella y sufrimos nosotros por todo lo que sufre ella por lo que dicen antes, durante y después. Total, que sufrimos todos a todas horas. Y yo no quiero empezar el año con tensión, qué quieres que te diga. Veré a Lalachus y luego me pasaré a mi Telecinco para brindar con Ángeles Blanco y mi queridísimo Ion Aramendi, que estarán nada más y nada menos que en Lanzarote. De allí es Blas, mi primer novio. Mira que si eso es una premonición para el 2025.
Artículo original en Lecturas.